Cómo influye la alimentación de las ovejas en la microbiota del queso y su sabor profundo.

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Cuando alguien se sienta frente a una tabla de quesos y corta un trozo de curado con esa textura firme y aroma intenso, pocas veces piensa en lo que hay detrás. Puede parecer una exageración, pero cada nota del sabor que percibes tiene mucho que ver con lo que comió la oveja que dio su leche. Su dieta no es un detalle secundario, porque afecta a las bacterias que viven en su interior y a las que luego, sin que nos demos cuenta, transforman esa leche en algo con personalidad propia. Es casi como si el campo, las hierbas, las flores y el clima se filtraran en el queso a través de la alimentación del animal.

La leche, un reflejo de lo que come la oveja.

La leche de oveja es, en sí mismo un líquido vivo, lleno de microorganismos y compuestos que cambian según el entorno. Si una oveja se alimenta de pasto fresco, la leche tendrá más ácidos grasos insaturados y un aroma más herbal. En cambio, si su dieta se basa en piensos o forrajes secos, el resultado será una leche más estable, con un sabor menos complejo, pero más previsible. No hay una opción buena o mala, pero sí una gran diferencia sensorial.

Para entenderlo, basta con comparar el queso que proviene de ovejas que pastan en primavera con otro elaborado en invierno. En los meses cálidos, los prados están llenos de flores, tréboles y hierbas aromáticas, y eso se nota en el queso, que suele tener un perfume más suave y matices que recuerdan al campo recién cortado. Durante el invierno, en cambio, el alimento suele ser más seco y concentrado, lo que da lugar a quesos de sabor más cerrado, con una textura más compacta y un aroma más pronunciado.

Podría parecer algo sutil, pero el paladar lo capta sin esfuerzo. Es como la diferencia entre un tomate de huerto y uno de invernadero: ambos son tomates, pero uno sabe a sol y tierra, y el otro, simplemente, a tomate.

La microbiota, ese mundo invisible que transforma la leche.

Detrás de cada queso hay millones de bacterias, levaduras y enzimas que trabajan sin descanso. No se ven, pero son las responsables de que la leche se convierta en un producto tan complejo. Esta comunidad microscópica, conocida como microbiota, es como un pequeño ecosistema dentro de la leche que se origina, en gran parte, en el propio animal.

La alimentación de la oveja altera su microbiota intestinal, y eso, a su vez, influye en la composición microbiana de la leche. Por ejemplo, cuando las ovejas comen pasto natural, su sistema digestivo se llena de bacterias beneficiosas relacionadas con la fermentación de la celulosa. Muchas de ellas acaban pasando, de forma indirecta, a la leche, donde actúan sobre los azúcares y las grasas, generando aromas más ricos y complejos.

En cambio, una dieta más artificial, con piensos o cereales procesados, tiende a reducir la diversidad microbiana, haciendo que el queso resultante sea más homogéneo. No es algo necesariamente malo, pero sí menos impredecible. Las queserías artesanas, que suelen buscar matices y carácter, prefieren que la microbiota tenga vida propia, porque esa “inestabilidad controlada” es lo que da alma al producto.

Si lo piensas, ocurre algo parecido con el pan. Un pan hecho con masa madre tiene una personalidad única, fruto de las bacterias que viven en ella. Cada obrador tiene su propio “ecosistema” invisible que marca el sabor. Con el queso pasa lo mismo: las bacterias son la firma invisible del rebaño.

Del pasto al paladar, un viaje lleno de matices.

El recorrido que hace un sabor hasta llegar a nuestra boca empieza mucho antes de la maduración. Imagina un campo de lavanda o de romero. Si las ovejas pastan en ese entorno, esas plantas aromáticas dejan su huella en la grasa de la leche. Esa grasa es el vehículo principal del sabor, ya que retiene los compuestos volátiles que más tarde se liberan durante la fermentación y el curado.

Al madurar, el queso se convierte en un laboratorio natural. Las bacterias consumen la lactosa, descomponen proteínas y grasas, y generan sustancias que huelen a mantequilla, nuez o flores. Si la leche es rica en compuestos derivados de la dieta de la oveja, el resultado será un abanico de aromas que solo aparecen en esos quesos. Por eso hay quesos que saben a campo, a heno o incluso a cueva húmeda, y otros más neutros, pensados para paladares que buscan suavidad.

En algunas fincas ganaderas, como mencionan desde Adiano, se apuesta por mantener una alimentación natural basada en el pastoreo, lo que ayuda a que los quesos reflejen con fidelidad el paisaje donde se elaboran. Es, sin duda, un modo de preservar la autenticidad del sabor, ya que la leche se convierte en el punto de partida de una historia sensorial.

El clima, un aliado silencioso.

El tipo de alimento no lo es todo; el clima también tiene mucho que decir. Las lluvias, el sol o la humedad cambian la vegetación del campo, y con ello la dieta de las ovejas. En zonas donde el terreno es más seco, los pastos tienden a tener hierbas más duras y aromáticas, lo que da a los quesos un perfil más intenso. En cambio, en áreas más húmedas, la leche suele ser más dulce, y los quesos adquieren una textura más cremosa.

Hay productores que conocen tan bien este fenómeno que ajustan las fechas de ordeño y de maduración según el tipo de hierba que hay en cada época del año. Así consiguen quesos con carácter propio, como si cada temporada tuviera su propia “personalidad gustativa”.

Un ejemplo claro está en los quesos manchegos más tradicionales: los elaborados en primavera, cuando las ovejas comen pasto fresco, tienen un sabor más afrutado y una textura más jugosa. Los de verano o principios de otoño, cuando el alimento se vuelve más seco, son más potentes y concentrados, con un aroma que recuerda a frutos secos.

Pequeños cambios que lo alteran todo.

A veces basta una mínima variación para transformar el resultado. Algo tan simple como añadir más leguminosas al pasto o cambiar el tipo de forraje puede modificar el sabor final. Las leguminosas, como el trébol o la alfalfa, aportan proteínas y aumentan el contenido de ciertos aminoácidos en la leche, lo que da quesos más suaves y aromáticos. Si las ovejas comen más cereales, en cambio, el queso tiende a ser más graso y menos ácido.

Un ganadero podría compararlo con afinar un instrumento: un ligero cambio en la cuerda puede alterar toda la melodía. Y esa “melodía” es lo que el consumidor nota al cortar un trozo de queso y percibir matices distintos cada vez.

En algunos casos, incluso el agua que beben las ovejas influye. Si proviene de manantiales con alto contenido mineral, esos elementos también se reflejan en la composición de la leche y, por tanto, en el sabor final. Es un detalle casi invisible, pero forma parte de ese entramado natural que hace que cada queso tenga una identidad irrepetible.

La ciencia detrás del sabor.

Los investigadores llevan años intentando descifrar qué ocurre exactamente entre la boca de la oveja y la nuestra. Saben que las bacterias del rumen (el primer estómago del animal) transforman la fibra vegetal en ácidos grasos volátiles, que luego pasan a la leche. Estos ácidos son los responsables de los aromas y sabores que asociamos con los quesos de oveja. Cuanto más variada sea la dieta, más diverso será el perfil aromático.

Al mismo tiempo, la microbiota de la leche interactúa con las bacterias añadidas durante la elaboración del queso, creando una especie de sinfonía microbiana. Algunas bacterias generan notas dulces y suaves, mientras que otras producen matices más intensos, como el amargor o la acidez. Los maestros queseros saben bien que lo que deben hacer es equilibrar esas diferencias, como quien ajusta las luces y sombras de una fotografía.

Dicha relación entre alimentación, microbiota y sabor interesa a los artesanos, pero en la industria alimentaria tampoco pasa desapercibida: en ella, se investiga cómo replicar estos matices naturales mediante fermentos seleccionados o dietas controladas. Sin embargo, hay algo en el azar del pastoreo que sigue siendo difícil de imitar, esa especie de firma natural que da autenticidad a un queso.

El valor de lo natural y lo imprevisible.

Vivimos en una época en la que todo tiende a estandarizarse, y por eso nos resulta curioso pensar que el encanto de un buen queso está precisamente en su variabilidad: no hay dos quesos iguales, al igual que no hay dos ovejas que coman lo mismo cada día. Esa esencia imprevisible, que proviene de la alimentación y del ecosistema microbiano, es lo que mantiene viva la tradición quesera.

Cuando pruebas un queso artesano hecho con leche cruda, estás probando mucho más que un alimento: estás probando el campo, el clima, el tiempo y la historia de un rebaño. Cada matiz que notas es el resultado de miles de pequeños procesos naturales que ocurren sin que nadie los fuerce, y es ahí donde reside su éxito.

Aunque la ciencia pueda explicarlo con precisión, lo cierto es que, cuando ese trozo de queso se funde en la lengua y deja un sabor prolongado, lo que sentimos es mucho más que química: es la esencia de un paisaje convertida en sabor.

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