Recuerdo muy bien cuando empecé a acompañar a mi abuelo al muelle. Olía a sal, a redes mojadas, a madera vieja. A veces él ya me esperaba sentado en el banco de siempre, con la boina calada y la mirada puesta en el mar. Me señalaba algún punto en el horizonte y decía: “Por ahí salimos una vez, sin saber si volveríamos”. Nunca entendí del todo lo que significaba eso de no saber si uno vuelve, hasta que crecí un poco más.
Mi abuelo era pescador, pero de los de antes. De esos que iban con las manos ásperas, el cuerpo encorvado y la cabeza llena de ideas graciosas. De los que respetaban el mar más que a nada. Decía que el mar no perdona, pero que tampoco olvida. Y cada vez que me contaba una historia, hablaba del barco como si fuera una persona: “El viejo aguantó más que nosotros”, “Nos salvó el pellejo más de una vez”. Su barco era parte de la familia. Para él, aquel cascarón de madera con nombre de mujer tenía alma.
Y ahora, cada vez que paso por el puerto, me da un vuelco el corazón. Porque están todos ahí, los barcos de otros abuelos como el mío. Oxidados, hundiéndose poco a poco, con las cuadernas rotas y las velas deshilachadas. Silenciosos. Es como si murieran en fila, uno tras otro, como si nadie los echara de menos.
Y yo no puedo evitar pensar que, al dejarlos morir así, también estamos dejando morir a las personas que los navegaron una vez.
No es solo chatarra, son historias
Hay quien mira esos barcos viejos y ve basura. Ve un trasto que ocupa sitio, que no vale para nada. Pero si te paras un segundo a mirarlos bien, es imposible no notar que ahí dentro hay recuerdos. Hay redes que pescaron días buenos y días malos, hay manos que remaron con frío, hay canciones que se cantaron al volver a casa después de faenar. ¿Cómo puede alguien pensar que todo eso no vale nada?
Mi abuelo me enseñó a mirar los barcos como si tuvieran cara. A ver en cada grieta una arruga, en cada desconchón una batalla. Por eso me cuesta tanto entender por qué se deja morir a tantos de ellos. Por qué nadie hace nada.
No me creo que sea solo por falta de dinero. Hay mil cosas que cuestan mucho más y se hacen. Se construyen cosas nuevas sin parar, mientras lo que ya existe se pudre. ¿No sería más sensato, más bonito incluso, rescatar lo que todavía tiene vida? ¿No habría formas de hacerlo, si realmente nos importara lo suficiente?
He preguntado a algunas personas mayores del pueblo por qué no se restauran esos barcos
Muchos dicen lo mismo: “Eso es muy complicado”, “Hay demasiados papeles”, “No merece la pena”. Y la frase que más me duele: “Nadie se acuerda ya de eso”.
Astilleros Mediterráneo, empresa de restauración de barcos clásicos a motor y a vela, me explicaron que, si quieres restaurar un barco antiguo, tienes que enfrentarte a un montón de normas, permisos, seguros, papeleos, inspecciones… y que quizás por eso las personas no apuestan nada por ellos y los dejan hundirse. Es como si el sistema estuviera hecho para rendirse.
Pero, ¿y si no lo hiciéramos? ¿Y si en vez de poner trabas, alguien ayudara? Si se crearan programas que animaran a los jóvenes a aprender el oficio. Si los ayuntamientos o las cofradías apostaran por recuperar esas embarcaciones.
No digo que sea fácil, pero me niego a pensar que es imposible.
El barco de mi abuelo
Yo todavía guardo el barco de mi abuelo. Está bien resguardado, cubierto con una lona, esperando. Sé que necesita arreglos, que no podría salir al mar ahora mismo con él. Pero me da fuerzas saber que sigue conmigo, que no lo dejé oxidarse en una esquina del puerto. Que todavía lo puedo tocar, subir a su cubierta, oler la madera mojada que tantas veces pisaron sus botas.
Sueño con el día en que pueda restaurarlo del todo. Quiero que vuelva a navegar, aunque solo sea un poco. Aunque solo sea para llevarme a dar una vuelta y sentir, por un rato, que él sigue ahí, conmigo. No sé si voy a poder hacerlo sola, pero no me rindo.
Y pienso en cuántas chicas o chicos como yo podrían hacer lo mismo si tuvieran ayuda. Si hubiera un espacio para aprender a restaurar, si alguien enseñara cómo se hace. Si hubiera becas, talleres, proyectos comunitarios. Si en vez de dejar que los barcos mueran, nos organizaramos para darles una segunda vida…
No estamos tan lejos de perderlo todo
Perder un barco no es solo perder un trozo de madera flotante. Es perder parte de una cultura, de una forma de vivir. Es romper la cadena que une a los que vinieron antes con los que venimos ahora. Es hacer como si nunca hubieran existido.
Y eso me da miedo. Porque si dejamos que se hundan los barcos, ¿qué más vamos a dejar perder sin darnos cuenta? ¿Qué más vamos a olvidar por no hacer el esfuerzo de recordar?
¿Y si hiciéramos algo?
Me pregunto a veces por qué no se hace un programa nacional o local que rescate estos barcos. No con fines turísticos, ni para ponerlos como decoración. Sino para devolverles la dignidad. Para que se usen, se cuiden, se compartan. Para que las escuelas puedan visitar un barco de verdad, no solo verlo en una foto. Para que la gente que vive en la costa recuerde que hubo un tiempo en que la vida giraba alrededor de esas embarcaciones.
¿Y si se creara una red de jóvenes restauradores? ¿Y si las cofradías pusieran un poco y las instituciones otro poco? ¿Y si alguien, simplemente, creyera que vale la pena?
Yo, por lo menos, sí lo creo.
¿Qué podríamos hacer?
- Crear talleres locales de restauración donde personas mayores enseñen a jóvenes cómo trabajar la madera, cómo calafatear, cómo mantener un barco de verdad. No con máquinas, sino con las manos.
- Hacer censos de barcos abandonados para saber cuántos hay realmente, en qué estado están y si podrían recuperarse. No dejar que se hundan sin ni siquiera saber su historia.
- Ofrecer ayudas o microcréditos para quienes quieran arreglar un barco antiguo, aunque sea poco a poco. No todo el mundo puede permitírselo, pero con un empujón, quizás sí.
- Incluir en los colegios alguna actividad sobre cultura marítima, no solo en zonas de costa. Que se hable de barcos, de pesca tradicional, de cómo se vivía en el mar antes de los motores grandes y los barcos de fibra.
- Hacer exposiciones flotantes, con barcos antiguos restaurados que puedan navegar por distintas ciudades y enseñar. Que la gente los vea, los toque, los escuche crujir con el agua.
- Dejar espacio en los puertos para los barcos tradicionales, no solo para los yates caros. Porque si no hay sitio donde dejarlos, la gente acaba tirándolos.
- Revisar las leyes y la burocracia, para que restaurar un barco no sea un laberinto. Que no te pongan cien trabas para salvar algo que podría durar generaciones.
- Hacer campañas de concienciación, con carteles, vídeos, historias reales. Que la gente sepa que esos barcos que ven hundidos no son basura, sino memoria.
Yo, con mis 17 años, no puedo hacer todo esto. Pero alguien sí puede. O muchos juntos. O al menos empezar a hacerlo. Porque un barco viejo puede parecer poca cosa, pero cuando se salva uno, no solo se salva madera… we salva una forma de vivir, de sentir, de recordar.
Y eso, creo yo, merece la pena.
No quiero ver más barcos morir
Cada vez que paso por el muelle y veo un barco hundido, me dan ganas de llorar. Pienso en su nombre borrado por la sal, en sus remos rotos, en sus sogas deshechas. Y pienso también en la persona que lo llevó, que lo arregló con cariño, que lo pintó con sus propias manos. Pienso en que, si pudiera ver su barco ahora, se le partiría el alma.
No quiero que dentro de unos años no quede ni uno. Que mis hijos o mis sobrinos pregunten qué eran esos barcos, y no tenga nada que mostrarles. No quiero vivir en un mundo donde todo lo viejo se tira.
Quiero un mundo donde las cosas se restauran. Donde lo que importa se cuida. Donde se honra a los que vinieron antes no con estatuas, sino con acciones. Donde se escucha a los que saben. Donde hay espacio para la memoria.
Una llamada pequeña
No sé si este texto servirá para algo. Soy solo una chica de 17 años que echa de menos a su abuelo. Pero si alguien lo lee y se anima a hacer algo, a mover algo, a plantear una idea, a tocar el tema en una reunión… ya habrá valido la pena.
Porque los puertos están llenos de barcos muertos, pero todavía estamos a tiempo de devolverles la vida… aunque sea a uno. Aunque sea poquito a poco. Aunque solo sea para que el mar no se olvide de quienes lo amaron de verdad.